
Llevaba ya dos meses en París cantando con poca gracia en los sitios en los que se lo permitieran, porque aunque se sentía cantante desde niña no cantaba bien. Se había convencido tanto a sí misma de sus capacidades vocales que confundía la burla que despertaba su voz temblorosa y exageradamente aguda con "pura y verde envidia".
Se llamaba Soledad, como una paradoja de su vida solitaria en París, cuando no cantaba se entretenía viendo fotos viejas de recuerdos que parecían no ser suyos, a duras penas se reconocía ella misma.
La tristeza y el poco éxito la hacían querer regresar a su casa en un pueblito español, para encontrar al marido que no había dejado y a los amigos que no tenía.
El día que pudo irse, después de ahorrar el dinero justo para un pasaje que la llevara hasta la capital. Antes de subir al tren, cantó desafinadamente un tango de Gardel; la gente que pasaba por su lado la miraba como se mira a una loca, a ella no le importaba ni lo notaba.
Al llegar, Soledad lloró de emoción e intentó alzar unas notas flamencas con su débil voz bajo la lluvia. Como no recordó su casa, ni siquiera viendo las fotos que cargaba arrugadas en su maleta, se paró en medio de la plaza envuelta en un abrigo de piel falsa y empezó a cantar ante ningún público, para olvidar que había olvidado, para cantar como lo hace una cantante.
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