Maestro, aún lloro su partida, es tan grande la
marca que sus letras dejaron en mi memoria, que sentirlo lejos me deshace los
ojos.
Gracias por haber decidido sentarse frente a un
papel en blanco y dejar volar su imaginación, por ser el proyector que grabó
imágenes de polvo naranja de la costa volando con el viento, por el gallo del
coronel, la belleza de Remedios y la muerte de Santiago.
Gracias por inspirarme, porque si hoy le escribo es
porque lo leí por primera vez a las doce años, porque su magia tocó mi realidad
y esta añoranza de saberlo satisfecho y recompensado mueve mi pecho.
Gabo, qué alegría sentirlo mi compatriota, que orgullo
haberlo conocido tan bien a través de montones de páginas en las que narró las
mejores historias de mi vida, porque en cada frase usted fue tan tangible para
mí, como la tinta que se graba en los libros, porque siento que fue mi amigo,
porque me deja un ejemplo de vida y porque pude ser testigo de su genialidad,
que será infinita, y que es todo un regalo para mi existencia.
Ese regalo me permitirá buscarlo cuando llegue a
Macondo, cuando le pida que me lleve a conocer el hielo, esa materia tan común,
que hoy es uno de sus más grandes legados.
Cuando yo llegue a Macondo, maestro, déjeme
abrazarlo, déjeme darle las gracias, porque si hoy mi vida transcurre entre
letras, historias y escrituras, es gracias a usted.
Maestro, gracias por vivir en esta época, porque puedo encontrarlo en sus palabras cada vez que consulte su obra. Gracias por escribir,
por decidir emprender ese camino, por no ser médico ni abogado, ni contador.
Qué el cielo abrace eternamente su memoria, su
imaginación que llegó a la mía, que iluminó a todos los que lo extrañamos,
porque esta vida tiene gracia, gracias a los momentos que me dediqué a leerlo.
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