jueves, 15 de septiembre de 2011

Mi profesor, el candidato a la alcaldía.

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En época electoral es normal que los postes, los carros y las casas nos sonrían todo el tiempo, es normal que las sonrisas sean acompañadas siempre por promesas de bienestar y de cambio, casi siempre, alusivas a los nombres, que con letras llamativas, son escritos bajo las promesas, bajo las sonrisas y que para los muchos que no figuramos en ninguna ventana, esas caras, esos gestos amables y esas promesas se vuelvan tan comunes que empezamos a sentir como si conociéramos a los dueños de la política y la foto desde siempre.

Miguel Ángel Rojas, todas las mañanas cuando camino hacia la Universidad me lo encuentro en un balcón, me mira tranquilo tras el cristal de sus gafas, con una expresión seria, la boca fruncida y las manos cruzadas sobre las letras de su nombre y abajo, el título que busca obtener el próximo 30 de octubre, el de alcalde de Armenia.

Esta no es la primera vez que veo a Miguel Ángel, lo conozco y no porque he visto mucho y a gran escala su propaganda política; lo conozco desde que fue mi profesor de redacción en el primer año de la carrera, es él quien a través de métodos, que para algunos son pasados de moda y complicados y para otros prácticos y concisos, sienta las bases para empezar a escribir y a leer bien.

Debo confesar que su rol de candidato a la alcaldía ha hecho que me acostumbre a verlo siempre inmóvil, con la misma expresión en el rostro y un girasol al lado; y que cuando lo veo, dando clase en algún salón o caminando por la Universidad, no lo vea como antes, sino que el impacto de su imagen como político sea para mí mucho más notoria, así como ese gran aviso que veo todos los días.

Tal vez Miguel Ángel no ha cambiado mucho desde que fue mi profesor, hasta ahorita, cuando aspira a un título público importante, como es el de ser alcalde, tal vez, si gana, ponga a todo su gabinete a leer ‘Cien años de soledad’ para que conozcan la joya más importante de la historia de la literatura colombiana y deje de corchar a muchos estudiantes con su rifa de crónicas y los libros grandes que pone siempre a leer.

Así como en la política, en el campo académico, las opiniones son variadas acerca de Miguel Ángel como profesor y como candidato a la alcaldía. Para algunos, este, no es santo de su devoción en ninguno de los dos roles, lo ven como un profesor bastante exigente que muchas veces no transmite bien sus ideas, otros hablan de lo sorpresivo que fue saber que aspiraba a un cargo público, pues lo creían un apático a la hora de hablar de política. Están también los que dan muy buenas referencias de él, de sus clases y de su metodología, quienes pese al grado de complejidad, el cual es resaltado por la mayoría, califican como buena la labor que desempeña y piensan que lo puede hacer del mismo modo en esa nueva meta que se ha trazado.

Siendo ahora conocido por la mayoría de los habitantes de Armenia, quienes pueden verlo como opción, como favorito o como el menos perfilado para obtener el cargo y siendo, desde antes, conocido por casi todos los estudiantes de Comunicación Social de la Universidad del Quindío que también lo perciben como un buen profesor, un hombre complicado, el futuro alcalde de la ciudad o uno de los tantos que se va a quemar, Miguel Ángel Rojas está siempre sereno, con su camisa blanca bien puesta y un girasol como escudo y aunque bajo su nombre no diga profesor, es su distintivo principal, para el cual no tiene que aspirar ni unirse a ningún partido y cuando el color de su camisa no tiene que contrastar con el fondo de un cartel, sino con un tablero en blanco y la tinta de un marcador, puede que muchos piensen, “mi profesor, el que quiere ser alcalde”.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Multiplicación

Mi abuelo tiene 88 años, su pelo está todo blanco, sus mejillas arrugadas y sus manos tiemblan de vez en cuando, vive solo en la casa que ocupó con toda la familia en 1975, cuando por fin se establecieron en el pueblo, en Sevilla, Valle.

Saúl Vargas es su nombre, es el papá de mi mamá y de nueve hijos más, abuelo de 18 nietos; un viejito caminador, de izquierda, que cuando llega a su casa por las tardes siembra yuca, arracacha y ahuyama y encuentra en ese oficio su propio paraíso.
Mi abuelo nació en Urrao, Antioquia, en 1923, estudió hasta 4to de primaria y se desempeñó en distintos oficios, principalmente como trabajador de finca. En 1950 llegó a trabajar a la finca de Pedro Aristizábal, en Belén de Umbría, Risaralda, la cuarta hija de los patrones, Gabriela, se convirtió en su amor y la mujer que cortejó con palabras y salidas a misa.

Gabriela Aristizábal fue una mujer fuerte y amorosa, nacida en Granada, Antioquia, hija de una familia campesina bien acomodada, pero que fue perdiendo muchas de sus propiedades por el vicio de jugar dados que tenía el padre.
Mi abuela hacía el mejor chocolate que probé en la vida, cantaba y siempre estaba pendiente de su ‘Negro’, el mismo con quien se casó en 1952 a las 5:30 de la mañana, con quien tuvo diez hijos, el hombre con el que estuvo hasta el año 2001, cuando ella falleció por complicaciones cardiacas a los 70 años de edad y dejó un vacío, pero a la vez el regocijo de haberla tenido.

En Ipiales, Nariño, nació en 1918 Anibal Caicedo, hijo de una familia de clase media, un hombre trabajador desde siempre, pero que nunca descuidó sus estudios. Tuvo la oportunidad de estudiar Química y farmacia en la Universidad Central de Quito, lo cual le brindó varias oportunidades de trabajo, entre ellas, desempeñarse como profesor. Mientras vivía en Cali, durante el año 1948, recibió la propuesta de trabajar en dos colegios en Sevilla, Valle y aceptó.

Trabajó como profesor de química y estableció los laboratorios de ambos colegios. Con el propósito de tener una farmacia, arrendó un local a la familia Arboleda, una de las familias importantes del pueblo, dueña de varias fincas, las cuales consiguieron gracias al contrabando de tabaco que realizaban años atrás. Graciela, una de las hijas de esta familia, se convertiría, en el año de 1950, en la esposa del profesor Caicedo.

Mi abuela Graciela era una mujer muy refinada, lo sé por lo que me ha contado mi papá, ya que nunca la conocí. Sabía de modales, repostería, bordar, una de esas señoras elegantes, que siempre tienen la casa perfecta. Tuvo seis hijos con Anibal, cuatro hombres y dos mujeres, vivieron en Sevilla, Bogotá y Cali, ciudad en la que estuvieron desde 1971 hasta la muerte de ambos en los años 90.

Las familias son de contrastes. El tercer hijo de los Caicedo Arboleda, Jorge, fue el cansón, el de las travesuras y pelas diarias, el que vivió en diferentes regiones del país, quien a los 23 años ya tenía dos hijos y una carrera universitaria que terminar, que hacía arcilla, tocaba flauta, sembraba café y dibujaba en carboncillo; quien por fin, en 1983, se graduó de arquitecto de la Universidad Nacional y en el 89 volvió a Sevilla para vivir en la finca de su mamá y trabajar de manera independiente, como lo sigue haciendo hasta hoy, jornaleando y dibujando.

El 89 era el año en que Stela, la hija de Gabriela y Saúl, buscaba ser nombrada de profesora tiempo completo en algún colegio en Sevilla, después de haberse graduado de Licenciada en Historia y Geografía de la Universidad del Quindío en 1983. Repartía su tiempo haciendo remplazos y licencias en los colegios y trabajando como auxiliar de odontología. Ella siempre tan libertaria, alborotada, risueña y templada; de mano dura y palabras dulces con las que aún enseña a jóvenes de bachillerato, ubicación, mapas, capitales, civilizaciones y épocas del mundo.

Un tratamiento odontológico fue la casualidad que unió a mis papás, unió dos familias distintas, cuatro personas multiplicadas que dieron como resultado a quien hoy trata de escribir su historia, una mezcla de gente, anécdotas y recuerdos que muchas veces se esfuman de la memoria y de las historias que nos cuentan, pero que siempre estarán corriendo por las venas.

Días Normales


El teléfono sonó a una hora apropiada, mi mamá contestó y nada se salía de la normalidad de aquel día.  Sin embargo, hay sonidos que rompen con la normalidad, que alertan los sentidos, que hacen que lo normal desaparezca.; sus sollozos fueron ese aviso que me sacaron de lo que, ni siquiera recuerdo, estaba haciendo en ese momento. No sé si era sábado o viernes, pero ese 23 de abril se volvió inolvidable, ese día murió mi tío.

Llegué a pensar que la muerte de un tío no era algo tan grave, el típico comentario de, “tal vez lloraría un poquito”, pero ese día descubrí que no es así de fácil.

Me acerqué a mi mamá preguntándole angustiada qué pasaba, qué la hacía llorar; sus ojos húmedos y tristes y su desesperada voz me contestaron que ese día tan común y corriente terminaba y daba inicio a una noche lenta y triste con la muerte de mi tío, el único hermano de mi mamá, el hermano menor,el padre de cuatro, el que me hacía reír los sábados, el que hacía sentir orgullo en toda la familia. Había muerto por un balazo mortal.

El mundo nunca se detiene, pero si puede seguir su rumbo sin dar aviso, y arrastrarnos de un tirón, como cuando llorar es inevitable y ya no se sabe qué hacer, cuando se sabe que es momento de contar la noticia, contar una mala noticia a los seres más queridos.

Descolgar el teléfono y sentir del otro lado el saludo alegre de la tía que no se ve hace tiempo, la que está más lejos; en ese momento no sabía cómo hablar, que tono usar, trataba de buscar la forma más amable de dar la noticia más amarga que, seguro, ella y mis otras seis tías, han recibido alguna vez. Escuchar el modo en que la alegría se iba esfumando de su voz para terminar convirtiéndose en un grito seco y triste, que terminó acumulándose con todas esas reacciones de dolor diferentes vividas en un mismo día.

Esa noche fue fría y lenta, ya no era normal. Dormir no fue fácil, la vida cambia y sorprende en segundos; uno nunca espera o mejor, nunca aspira el tener que vivir algo tan trágico, porque la muerte siempre será trágica y cruel, pero lo es mucho más cuando esta aparece de la mano de un tercero, que sin motivos aparentes o conocidos, arranca una vida, arranca sonrisas, destroza un hígado y muchos corazones.

El color del día siguiente era obvio y obligado, toda una familia vestida de ese color y una caja de madera solamente son normales para los trabajadores de las salas de velación, porque, por más que tratemos de entender y aceptar, los días de muerte nunca serán comunes, nunca será normales.