domingo, 27 de julio de 2014

La tarde no acaba

Se quedó dormida a las seis de la mañana, con la primera luz del sol entrando por la ventana, y despertó cuando ya el cielo se veía naranja por el ocaso. Hacía mucho no dormía, sin parar, un tiempo tan prolongado, en el que solo se había despertado un par de veces, por culpa de esos sueños que hacen saltar el cuerpo sobre el colchón para volver a acomodarse.

Se levantó desubicada, dudando de la fecha, pero el calor inclemente que entraba por la ventana y las divisiones del piso la convencieron de que la semana no había pasado de largo frente a sus ojos cerrados.

Caminó un poco por el cuarto, con el cuerpo aún pesado por la falta de actividad y los ojos empañados por el sudor. En el espejo no se reconocía, quizá nunca había visto su cara tan marcada por la almohada o tan falta de expresión.

Recordó la fiesta de la calle 35 a la que había sido invitada por ese amante que siempre trataba de volver, que volvía, y que la atormentaba con la vergüenza que sentía cuando lo veía desnudo a su lado y se daba cuenta que había caído por enésima vez.

La duda y la decisión empezaron una batalla en su ombligo, mientras miraba de lejos sus cuatro pares de zapatos para ir a fiestas, y decidía cuál podría ponerse, si es que se arriesgaba a volver a verlo de lejos e ignorarlo como la mujer madura que se sentía cuando estaba sola en casa y hablaba con las paredes.

Quizá el agua fría de la ducha podría calmar el nudo que ya se la había subido a la garganta: el discurso de la tía feminista que le hablaba de la dignidad y el autoestima en la cabeza, y la poesía romántica que recitaba, dentro de su pecho, que siempre había una nueva oportunidad y que el amor todo lo vale y lo perdona.

El agua no estaba en el punto exacto, tenía una tibieza molesta, que se confundía con el vapor que salía de su piel acalorada al extremo. Cerraba los ojos y recordaba el agua helada de Helsinki, y los cuatro segundos al día que se exponía a ella en verano, cuando le jugaba esa broma al sistema de calefacción del baño.

Qué linda época, en la que todos los hombres eran interesantes, ninguno mejor que otro, ninguno la traumatizaba con una mirada, ninguno le rompía el corazón con una palabra. Todos eran iguales y para todos había besos y llamadas de despedida.

Retornó a ese baño tibio, en el que se debatía con la posibilidad de aceptar la invitación, de bailar sintiendo que alguien la mira, de hacerse la inalcanzable, y terminar en la silla trasera de un taxi con el mismo personaje que reaparece sin piedad en su calendario, causándole esa penosa resignación.

“Puedo hacerlo, soy fuerte”, dijo mirando su reflejo, mientras pintaba sus labios como quien se dispone a ir a una celebración improvisada. Se limpió la boca con una servilleta, “Es mejor ser sabio”, pensó mirando el piso.

En el reloj ya eran las 11:00 p.m., y en su celular no aparecía ninguna llamada insistente preguntando en dónde estaba, suplicando que llegara a la fiesta, indicando que hacía falta.

Qué triste era verse de esa manera, en medio de una confusión tan simple, que se asemeja al proceso de enterrarse una aguja para sacar una espina de la piel, en la que no se sabe qué incomoda más, qué duele más.

Después de mucho pensar, tomó la decisión de usar los zapatos número tres, de no pintarse la boca, de tomar solo ron con limón y de no aceptar bailar con tipos conocidos, en especial, con él.

Cogió un taxi que la llevó hasta la calle 35, a la antigua bodega conocida como ‘La Mancha’. Adentro estaban todas esas luces de neón que le recordaban el naranja que la despertó, había botellas de whiskey caro en cada mesa y unas pocas de ese ron que se había prometido. “El whiskey me vuelve fácil”, pensaba mientras saludaba con los ojos.

Pudo ver cómo, en el centro de la pista de baile, Clara se movía mucho más rápido que el son cubano que sonaba de fondo, era ahí que se daba cuenta que ninguna de las dos era de ese estilo ‘intelectual’, que últimamente todas las personas de su edad querían irradiar, entrecerrando los ojos y leyendo a escritores suicidas.

Su saludo amistoso lo esquivó el dedo índice señalándola y las palabras “Mucho cuidado”, ella sabía bien a qué se refería y también sabía que no podía preguntarle por él, porque no quería volver a escuchar el discurso que ella misma se había dado unas horas antes, mientras se probaba vestidos.

“¿Qué está tomando?”, le preguntó tratando de esquivar la molestia de saber que la mayoría de los presentes justificaban su presencia con motivos románticos. Clara le entregó un vaso de vodka, el cual bebió de un solo trago, olvidando su promesa de consumir únicamente ron y haciendo el esfuerzo de verse lo más natural posible, mientras nuevas parejas se acercaban a la pista de baile.

Desde lejos pudo ver en la otra esquina del salón a Víctor, el tipo que la hacía dormir en exceso para evitar el llanto. Se veía atractivo, característica que detestó en ese instante.

Hablaba y reía con una mujer que le agarraba la mano mientras movía la cabeza al ritmo de la música. Él empezó a mirar hacia los lados, como si buscara a alguien, cuando la encontró detrás de un vaso de whiskey que ella estaba bebiendo por la impresión de encontrarse con su destino nocturno.

Ella trató de disimular y caminó hacia la puerta, sabiendo que ya había provocado la reacción principal, que inconscientemente la habían llevado a ponerse ropa interior nueva.

Cuando cruzó la frontera entre el licor y el frío se quedó como detenida en el tiempo, con el cerebro arrepentido por no ser más ágil al decidir cómo comportarse y con los años pesados e inservibles, pues se sentía como la misma quinceañera que llevó serenata improvisada a un novio que la rechazó.

Víctor salió detrás a una velocidad que disminuyó al encontrársela de frente. Traía  dos vasos de whiskey, porque él conocía los efectos de la bebida escocesa en ella. La saludó fingiendo sorpresa, mientras que lo miraba con decepción, como si se estuviera viendo reflejada en un espejo.

“¿Dos tragos para uno?”, preguntó con sarcasmo.

“No, este es para ti”, contestó él con su mirada de tipo conquistador.

Ella recibió el vaso y empezó a beber sin quitarle los ojos de encima. De nuevo el espejo se repetía, ya que él tomaba del suyo con la misma expresión que ella sentía que tenía.

Sin saber cómo, ya estaba colgada de su cuello y pegada de sus labios, los dos vasos yacían en el piso, y él pasaba las manos por su cadera, la parte que ya conocía como sensible de su anatomía.

Llegaron a su casa. Todo parecía intacto tras su larga siesta, tanto que en la ventana quedaban rastros de la luz naranja del atardecer. Él empezó a desvestirse, se notaba que sabía a qué iba y cuánto tiempo se quedaría tras el acto; no trataba de convencer con palabras al oído, canciones sugerentes o besándola con los ojos cerrados.

Mientras tanto, ella sentía cómo el alcohol le había hecho efecto velozmente. Trataba de ver doble, pero solo veía al mismo hombre, que esta vez ni siquiera la tocaba para provocarla, como si pensara que el tenerlo allí dispuesto ya fuera suficiente motivación para caer otra vez en la resaca psicológica y en los pañuelos de papel.

Lo miró tirado en la cama, desnudo, con el espectro de una luz muriendo sobre su pecho; él la invitó a acompañarlo, con una sonrisa que le recordaba a Anthony Hopkins en  El Silencio de los Inocentes, como si el deseo se le estuviera evaporando ante la cordura.

“Cierra la puerta cuando salgas, yo me voy para la fiesta”, dijo ella, mientras se ajustaba el pantalón. Él la miró sorprendido y mareado por tener a ese sol de frente en medio de la noche.

“Pensé que querías que estuviéramos juntos”, contestó él, cubriendo con las sábanas su desnudez.

“No estamos juntos”, dijo, con una voz tan firme como su paso mientras dejaba la casa, aunque por dentro sintiera un aguacero de miedo.

Cerró la puerta y corrió espontáneamente hacia la calle principal, huyendo de un presente abrumante. Cuando ya le faltaban pocas calles se encontró con Emilio, que traía una botella de vino entre las manos.

“Hola, iba para tu casa. Quería celebrar la noche contigo”, dijo de una manera que le desarmó las rodillas, como si le estuviera ofreciendo el elixir contra el desamor.

Ella lo miró con agradecimiento, tratando de sacar la fina coquetería que había aprendido de su madre.

“Celebremos en tu casa, porque en la mía parece que la tarde no hubiera terminado, y a mí me gustan las madrugadas”.








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