domingo, 29 de abril de 2012

No me oía, pero me hablaba.

Para Elizabeth Lopera, Eduardo Trujillo y Miguel Ángel Rojas.

Lo conoció en el segundo año del bachillerato, él siempre había estado allí, su nombre ya era conocido, su cara también, pero ese día empezó a verlo más íntimamente, a conocer esas palabras encantadoras que la hicieron soñar, sufrir y sentir una satisfacción mágica, la satisfacción de leer.

Ella se acercó por obligación, sin embargo  era una orden tentadora; poder instruirse en cuanto a letras, literatura y escritura con el hombre perfecto para despertar todos los sentidos de disfrutar una historia.

Al verlo por primera vez se sorprendió, esperaba que fuera un poco más fornido, pero se presentó delgado y profundo, con palabras claras e historias atrayentes, las cuales se convirtieron en su adicción y él en un amigo, que aunque le hablara de muerte y suspenso la tenía atrapada, consternada y hacía que tantos cuentos que escribía en sus ratos libres tomaran nuevos caminos, cortando al ras ese miedo de hablar de sangre, odio y amor.

Después de ese cuento loco, de tardes enteras de conversaciones en la soledad de su habitación, vino una nueva historia que escuchar. Ella deseó que esta vez pudieran hablar de amor más directamente, él acepto y volvió a su lado.  El tiempo había pasado, lo encontraba un poco más grueso, más serio y decidido e inició un nuevo relato. Le contó acerca de un tipo con un nombre vestido de flores, sufriendo por amor y envejeciendo rápidamente. 

De esos días, recuerda el vestido amarillo que él siempre llevaba, que a pesar de verlo tan gordo esta vez, nada importó, quiso correr a sus brazos de nuevo, estar ahí y seguirse enamorando de esas palabras inspiradoras.

Siempre que se vieron por esta época fue por recomendación de los profesores de ella, quienes confiaban y seguro aun confían en él, dejando en sus manos la capacitación extra para leer, contar, escuchar y escribir.  Ella esperaba con ansias y con mucha decisión escogerlo ante todo, escucharle esas palabras tan reales, sensibles y humanas que salían de su boca, que corrían en forma de letras en las hojas de libros famosos y que lograban abrir su mente, darle forma a personajes sin rostro y edificar las siluetas de todas esas ciudades reales que le faltan por conocer.  

Sentirlo cerca era un placer, ella quería saberlo todo y él no sentía temor de confesar experiencias propias y ajenas; reían, lloraban y juntaban apreciaciones, aunque ella se debatiera cada noche con el miedo de contarle algo propio alguna vez, para así saber si sus historias eran dignas de ser relatadas.

Él continuó metiéndosele por los ojos, con cuentos cortos ambientados en la costa Caribe colombiana, reviviendo su acento y muchas de esas palabras que por la distancia de su tierra había dejado de usar; esa costa de sol picante y calles polvorientas.

La llevó al viejo continente con un vestido blanco e historias que se confundían entre realidad y ficción acerca de una Europa clásica y bella, de estaciones marcadas y crudas, especificándole detalles que hacían que ese mundo que él ya había visto y que conocía de memoria, se construyeran como una casa donde residían doce forasteros con rosas entre las manos.

Pasaron los años y esos profesores que poseían este método tan encantador para enseñar y que hicieron que ella cayera en los brazos de él todas las tardes también pasaron; ya no había excusa para verlo y quizá la edad y esas nuevas aficiones que vienen con la adolescencia, hicieron que se alejaran. Sin embargo siempre lo recordaba, aunque seguro él a ella no.

Los años fueron veloces, ella cambió de ciudad y obtuvo nuevas ocupaciones, volvió a tomar clases y un día uno de sus profesores lo nombró. Su alma se exaltó, recordó esas tardes de soñar despierta en sus manos, se llenó de curiosidad y de ansias, quería verlo otra vez, escucharlo hablar y que le contara, por fin, esa historia que lo había hecho tan famoso en el mundo.

El día que por fin se volvieron a ver se miraron con alegría, él le sonrió con sus labios y ojos amables, ella lo vio bello como siempre, aunque se le notaran los años y estuviera un poco descuidado. Había cierto silencio nervioso, pues ella sabía que esta vez terminaría la espera por conocer ese cuento tan célebre y se preguntaba si sí quedaría tan maravillada como se suponía la dejarían esas palabras.

Inició la charla, volvió la sensación de ese encanto conocido, cada vez le hablaba de más gente, de hielo y de hamacas; de una familia numerosa, como la de ella, quizá le estaba hablando de su propia familia, pero prefirió no preguntar mucho como siempre y darse al placer de estar con él una vez más.

El polvo naranja de la calle costeña volvió a volar, los nombres poco comunes de los personajes se repetían y se contrastaban con el nombre común, conocido e importante de quien le hablaba con tanto detalle y esas frases se convirtieron en un refugio y en un mundo paralelo invadido por sucesos trascendentales y amigos de apellido Buendía.

La última sesión de esta historia se dio en una de las pocas esquinas de sombra de ‘Macondo’, ambos llevaban atuendos frescos para evitar el calor y se abanicaban con hojitas secas. Ella sentía mariposas amarillas en el estomago por conocer el final de la historia, pero a la vez tenía mucha nostalgia de dejar el pueblo, de despedirse de él y de esa novela compleja y atrapante que había escuchado en esa ocasión.

Él le habló despacito, le recordó datos básicos, la llevó de la mano por el pueblo hasta que la embarcó en la última página con camino a la realidad, a su cuarto de paredes de ladrillo barnizadas. Le dijo que había disfrutado de su compañía, acordaron que se volverían a encontrar y la apuró a irse antes de que el pueblo desapareciera. Ella se fue y pudo ver desde lejos como la nube de polvo se llevaba a ‘Macondo’ y a su amor en una espiral; cerró el libro, se sintió feliz, lo extrañó un poco y supo que las letras de él siempre estarían allí y también, supo que era tiempo de que ella misma empezara a contar.
Camila Caicedo. Abril 2012.