Lo
conoció en el segundo año del bachillerato, él siempre había estado allí, su
nombre ya era conocido, su cara también, pero ese día empezó a verlo más
íntimamente, a conocer esas palabras encantadoras que la hicieron soñar, sufrir
y sentir una satisfacción mágica, la satisfacción de leer.
Ella
se acercó por obligación, sin embargo
era una orden tentadora; poder instruirse en cuanto a letras, literatura
y escritura con el hombre perfecto para despertar todos los sentidos de
disfrutar una historia.
Al
verlo por primera vez se sorprendió, esperaba que fuera un poco más fornido,
pero se presentó delgado y profundo, con palabras claras e historias atrayentes,
las cuales se convirtieron en su adicción y él en un amigo, que aunque le
hablara de muerte y suspenso la tenía atrapada, consternada y hacía que tantos
cuentos que escribía en sus ratos libres tomaran nuevos caminos, cortando al
ras ese miedo de hablar de sangre, odio y amor.
Después
de ese cuento loco, de tardes enteras de conversaciones en la soledad de su
habitación, vino una nueva historia que escuchar. Ella deseó que esta vez
pudieran hablar de amor más directamente, él acepto y volvió a su lado. El tiempo había pasado, lo encontraba un poco
más grueso, más serio y decidido e inició un nuevo relato. Le contó acerca de
un tipo con un nombre vestido de flores, sufriendo por amor y envejeciendo
rápidamente.
De
esos días, recuerda el vestido amarillo que él siempre llevaba, que a pesar de
verlo tan gordo esta vez, nada importó, quiso correr a sus brazos de nuevo,
estar ahí y seguirse enamorando de esas palabras inspiradoras.
Siempre
que se vieron por esta época fue por recomendación de los profesores de ella,
quienes confiaban y seguro aun confían en él, dejando en sus manos la
capacitación extra para leer, contar, escuchar y escribir. Ella esperaba con ansias y con mucha decisión
escogerlo ante todo, escucharle esas palabras tan reales, sensibles y humanas
que salían de su boca, que corrían en forma de letras en las hojas de libros
famosos y que lograban abrir su mente, darle forma a personajes sin rostro y
edificar las siluetas de todas esas ciudades reales que le faltan por conocer.
Sentirlo
cerca era un placer, ella quería saberlo todo y él no sentía temor de confesar
experiencias propias y ajenas; reían, lloraban y juntaban apreciaciones, aunque
ella se debatiera cada noche con el miedo de contarle algo propio alguna vez,
para así saber si sus historias eran dignas de ser relatadas.
Él
continuó metiéndosele por los ojos, con cuentos cortos ambientados en la costa Caribe
colombiana, reviviendo su acento y muchas de esas palabras que por la distancia
de su tierra había dejado de usar; esa costa de sol picante y calles
polvorientas.
La
llevó al viejo continente con un vestido blanco e historias que se confundían
entre realidad y ficción acerca de una Europa clásica y bella, de estaciones
marcadas y crudas, especificándole detalles que hacían que ese mundo que él ya
había visto y que conocía de memoria, se construyeran como una casa donde
residían doce forasteros con rosas entre las manos.
Pasaron
los años y esos profesores que poseían este método tan encantador para enseñar
y que hicieron que ella cayera en los brazos de él todas las tardes también
pasaron; ya no había excusa para verlo y quizá la edad y esas nuevas aficiones
que vienen con la adolescencia, hicieron que se alejaran. Sin embargo siempre
lo recordaba, aunque seguro él a ella no.
Los
años fueron veloces, ella cambió de ciudad y obtuvo nuevas ocupaciones, volvió
a tomar clases y un día uno de sus profesores lo nombró. Su alma se exaltó,
recordó esas tardes de soñar despierta en sus manos, se llenó de curiosidad y
de ansias, quería verlo otra vez, escucharlo hablar y que le contara, por fin,
esa historia que lo había hecho tan famoso en el mundo.
El
día que por fin se volvieron a ver se miraron con alegría, él le sonrió con sus
labios y ojos amables, ella lo vio bello como siempre, aunque se le notaran los
años y estuviera un poco descuidado. Había cierto silencio nervioso, pues ella
sabía que esta vez terminaría la espera por conocer ese cuento tan célebre y se
preguntaba si sí quedaría tan maravillada como se suponía la dejarían esas
palabras.
Inició
la charla, volvió la sensación de ese encanto conocido, cada vez le hablaba de
más gente, de hielo y de hamacas; de una familia numerosa, como la de ella,
quizá le estaba hablando de su propia familia, pero prefirió no preguntar mucho
como siempre y darse al placer de estar con él una vez más.
El
polvo naranja de la calle costeña volvió a volar, los nombres poco comunes de
los personajes se repetían y se contrastaban con el nombre común, conocido e
importante de quien le hablaba con tanto detalle y esas frases se convirtieron
en un refugio y en un mundo paralelo invadido por sucesos trascendentales y
amigos de apellido Buendía.
La
última sesión de esta historia se dio en una de las pocas esquinas de sombra de
‘Macondo’, ambos llevaban atuendos frescos para evitar el calor y se abanicaban
con hojitas secas. Ella sentía mariposas amarillas en el estomago por conocer
el final de la historia, pero a la vez tenía mucha nostalgia de dejar el
pueblo, de despedirse de él y de esa novela compleja y atrapante que había
escuchado en esa ocasión.
Él
le habló despacito, le recordó datos básicos, la llevó de la mano por el pueblo
hasta que la embarcó en la última página con camino a la realidad, a su cuarto
de paredes de ladrillo barnizadas. Le dijo que había disfrutado de su compañía,
acordaron que se volverían a encontrar y la apuró a irse antes de que el pueblo
desapareciera. Ella se fue y pudo ver desde lejos como la nube de polvo se llevaba
a ‘Macondo’ y a su amor en una espiral; cerró el libro, se sintió feliz, lo
extrañó un poco y supo que las letras de él siempre estarían allí y también,
supo que era tiempo de que ella misma empezara a contar.
Camila Caicedo. Abril 2012.