miércoles, 19 de mayo de 2010

Jugando con fuego


Las maquinas de los casinos siempre brillan, siempre presentan en sus pantallas a personajes animados cargados de oro, sonrientes, con gestos que invitan a jugar, a arriesgar el sueldo, ya que siempre está la opción de ganar y como buenos seres humanos que somos, vemos, la mayoría de las veces, el mejor lado cuando las probabilidades son mínimas y viceversa.

La fascinación que genera tener la oportunidad de obtener dinero fácil y de una manera legal apasiona a más de uno. Personas de todas las edades, gente que puede tener la facilidad de apostar dinero sobrante o de quienes apuestan lo que les falta, gente que aunque pierda, sigue convencida en que su momento de suerte llegará mientras ellos estén allí sentados cómodamente y no cuando están de verdad trabajando por conseguir su sustento.

Y es que aunque las maquinitas y los juegos de azar puedan ser una buena entretención pasajera y esporádica, es tan adictiva como una droga dura; casi un cuarto de la población de cada estrato social de Colombia acostumbra a jugar maquinitas o juegos de casino según un informe hecho por ETESA. Los visitantes de estos casinos casi siempre son los mismos, personas de distintas capacidades económicas, edades variadas y de ambos sexos, gente que desperdicia buenas horas de su vida mirando en una pantalla muñequitos coloridos y ridículos. Las oportunidades de ganar son pocas, el hecho de duplicar o triplicar lo apostado somete al apostante a una ansiedad y a una ambición crecida con ilusiones que puede llegar a derrumbarse en pocos segundos, convirtiendo esa ambición en decepción.

Yo misma he sentido el afán de ganar, la preocupación y culpabilidad después de meter el billete a la máquina; he estado también en la situación esperanzadora de ganar, he sido presa de la codicia al conseguir buenos resultados y también he experimentado la derrota, la sensación de que tal vez pueda recuperar lo perdido y también, la vocecita del ángel que dice: “Es mejor regresar a casa”.

No sé si quienes juegan tengan una gran estrategia y asistan siempre a los casinos porque ya tienen una técnica, pero en las maquinitas no hay técnica que valga, es sólo un juego de meter un billete o una moneda y apretar un botón. Sin embargo la popularidad que han conseguido estas máquinas desde su invención en el año 1895 es arrasadora, se han convertido en uno de los juegos más populares en los cinco continentes.

¿A qué se debe el gusto por este tipo de juegos?
Seguramente su mayor atractivo es el poder obtener altas sumas de dinero introduciendo una cantidad mucho menor. Es también una diversión para adultos disfrazada en un juego de niños, donde personajes animados invitan a darles dinero. Es una estrategia de engaños y de “confianza” que ha defraudado a más de uno, pero que no obstante termina por atrapar y convencer de que jugar puede llegar a ser una buena opción.

No sé que tan buena opción resulte ser el juego para muchos ludópatas o para apostadores menos adictos, pero el arriesgar el dinero para poder conseguir más es quizá una rutina absurda para quienes no tengan con qué reponer lo que han jugado, no sólo es dejarle a los juegos de azar el dinero, sino también es apostar la vida misma, la de los suyos, dejar al destino el futuro.

El azar es el mejor negocio para quienes ponen las máquinas cerca de quienes, deseosos, vienen a buscar un salario de ellas. Es una diversión para quienes ven cómo se llenan de dinero y vacían bolsillos de desconocidos. Es un placer para quienes al final se quedan con el premio gordo sin tener que introducir a ningún héroe de la patria por una ranura que no tiene salida, sino que con el giro de una llave encuentra una suerte segura.

domingo, 9 de mayo de 2010

Katy Perry - Waking Up In Vegas - Official Video

Juego y derroche. ¿Qué apostamos? ¿Dinero o ilusiones?





Cuando el billete entra a la máquina, las posibilidades de ganar se incrementan, la adrenalina también. Ni el ganar ni el perder son seguros. Lo único que es seguro es el giro que puede hacer el destino y la suerte para benefciar o perjudicar al dueño del billete y de las ilusiones.

Nunca había entrado a un casino, los avisos brillantes en sus puertas siempre me hacían girar la cabeza para verlos, las imágenes de casinos glamorosos e imponentes en el cine hacían que el ingresar a uno se convirtiera en una de las ‘metas’ para cuando cumpliera la mayoría de edad.

Mi amiga Johana trabaja en el casino Riviera, de la ciudad de Armenia, tuvo que empezar a hacerlo al no poder seguir estudiando. El 7 de mayo de 2010 nos pusimos cita allí, ella estaría trabajando y yo visitaría el casino y por ahí derecho obtendría inspiración.

Ese día inició con una larga espera en la puerta de la registraduría, con mi registro civil y fotos en mano; cuando llegó mi turno y entregué mis fotos me las devolvieron diciendo que no eran las indicadas y después de una hora de espera tuve que salir de allí, cruzar la calle y volver a posar para una foto que me custodiará toda la vida.

Después de poder entregar las fotos y llenar mis dedos de tinta, esperé la hora en que iría al casino.

Antes de cumplir la cita, decidí aventurarme sola al Havana Casino, ubicado en un centro comercial.

Entré con nerviosismo y desconfianza. El lugar es oscuro y amplio, los jugadores salieron de su concentración unos segundos para volver sus miradas hacia mí, me sentí un tanto intimidada y perdida, pero intenté disimularlo para seguir mi recorrido. Averigüé con cuanto podría jugar y la respuesta fue 5.000 pesos en adelante, me pareció muy caro, pero ya qué, estaba adentro, debía jugar.

Me senté en la primera máquina y presioné botones al azar sin saber qué hacer y con vergüenza de preguntar. Al mirar a mi alrededor vi que la gran parte de quienes jugaban eran ancianos, en particular mujeres, casi todos batían varios billetes, y miraban fijamente las pantallas.

Cuando pude recuperar el dinero di una vuelta por el lugar, vi las mismas señoras de peinado ‘embombado’ cobrando a las muchachas pagadoras unas muy buenas cantidades para seguir apostando.

Salí del lugar algo aburrida, mi técnica a la hora de jugar era escabrosa, me sentía desesperanzada y sin nada que contar. Sin embargo, decidí cumplir mi cita con mi amiga y con los juegos del derroche y el azar.



Ubicar el sitio fue sencillo, al entrar me recibieron con un dulce, como si estuviera entrando a una fiesta infantil. Subí unas escaleras y me encontré con un salón mucho más iluminado que el Havana, y también más pequeño. Busqué con la mirada a Johana y la vi tras la barra del bar, estaba sonriente; me saludó y me ofreció algo de tomar. Hablamos un instante y me dijo que me sentara en alguna máquina, que ella me enseñaría a juagar.

Me senté en una llamada ‘Leprechaun’s gold’, un juego donde un duende me prometía hasta 25.000 pesos. Johana me indicó que aquí podría jugar con billetes desde 2000, me dijo que era mejor apostar de a cinco líneas si quería quedarme un buen tiempo o de a nueve si quería ganar más fácil o perder más rápido. Jugué intercalando las dos y conocí la fortuna de doblar lo apostado y cobrar.

Ganar es una sensación que provoca seguirlo haciendo, así que no resistí, ni pensé en la prudencia, le metí un nuevo billete a la maquinita del duende y seguí jugando para finalmente salir sin nada.

Cada tanto Johana y sus compañera me ofrecían cerveza o jugo, yo recibía mientras daba vueltas por el lugar. Los jugadores tocan las pantallas de las maquinas, las golpean, cierran los ojos y mueven las manos como si hicieran pases mágico, Johana se me arrima y me dice en voz baja, “Yo he visto muchas cosas. La gente está loca”.

De nuevo me senté en un máquina, esta vez en una llamada ‘Jack pot party`. Metí de nuevo el billete de 2.000, y debo confesar que apostar resultó ser algo adictivo, aunque fuese la primera vez que jugara, la codicia sale a flote. Veía la concentración de la gente, de quienes movían sus manos, de quienes tronaban sus dedos y cerraban los ojos, de los que se reían solos; tal vez yo lucía así como ellos, un poco desesperada y un poco impaciente, con algo de risa nerviosa y de esperanza.

Al final perdí otra vez. La casa siempre gana, esa es la enseñanza, el juego no es de experiencia, es de suerte, “La suerte es para los mediocres. Esta es sólo una imagen de la sociedad capitalista”, dice Johana, quien trabaja en esta industria, y ve ganar, perder y beber a sus visitantes.
Salgo del casino, abordo un bus y ya no tengo más dinero, lo he dejado todo en el juego como lo hacen muchos a esa hora. Johana se queda hasta las 2:45 de la mañana, para ella este no es un juego, es un trabajo en el que brinda bebidas y pasabocas a quienes se juegan su salario.

Puede que la suerte algún día sorprenda a uno de estos jugadores y al tronar los dedos logre meter un billete y sacar diez, puede ser Johana, puedo ser yo, pero en los casinos sólo basta un truene de dedos para que la suerte se vaya y sorprenda a alguien más.